El muro

No puedo mirar a los ojos de este muro que me arrastra hacia las sombras, que me habla de cosas mudas y que sustrae de la nada nombre y figuras. Sus ladrillos son fantasmas del pasado, alegorías de recuerdos, pequeñas tumbas de imágenes casi olvidadas, asesinadas a sangre fría por la palabra. Pero no hablemos de los huesos, ni de las cenizas, ni de la muerte, cuando hay tanta respiración en el vértigo del silencio, cuando la palabra duerme arropándose de memorias, cuando la luz de noche ensangrentada refleja en el muro de los siglos de infancias por todos revividas. No puedo retirar mis ojos de vuestras caras apagadas y vuestros rictus petrificados porque en lo invisible del muro os presiento y reconozco. Y en las hora abandonada escucho vuestro  silencio perfecto entre las suaves grietas marcadas por el terror del vacío inmenso.

El muro no existe como lugar, es tan sólo la línea limeque separa el afuera es del adentro in, el espíritu de la materia, lo real de lo imaginario. Es el límite invisible que demarca el lugar de la nostalgia donde habita la memoria, donde las cosas son y no son, donde todo se sucede lentamente esperando el momento último de permanencia, donde finalmente se ve por primera vez. El muro nos acoge como limbo cazador de sueños ancestrales, de metáforas mutiladas, de deseos embriagados de antigüedad. El muro en su agonía nos habla más allá del pasado. Nos contempla en el presente y nos espera con la inocencia virginal de lo eterno.

(Marga Clark, Roma, 1994)

Retales literarios: La elegancia del erizo (Muriel Barbery)

«No hay que olvidar que el cuerpo se degrada, que los amigos se mueren, que todos te olvidan, que el final es soledad. No hay que olvidar que esos viejos fueron jóvenes, que el tiempo de una vida es irrisorio, que un día tienes veinte años, y al siguiente ya son ochenta. Colombe cree que uno «puede darse prisa en olvidar” porque para ella la perspectiva de la vejez está aún tan lejos que es como si nunca fuera a ocurrirle. Yo en cambio hace tiempo que aprendí que la vida se pasa volando, mirando a los adultos a mi alrededor, tan apresurados siempre, tan apresurados porque se les va a cumplir el plazo, tan ávidos del ahora para no pensar en el mañana… pero si se teme el mañana es porque no se sabe construir el presente, uno se dice a sí mismo que podrá hacerlo mañana y entonces ya está perdido porque el mañana siempre termina por convertirse en hoy. De modo que sobre todo no hay que olvidarle. Hay que vivir con la certeza de que envejeceremos y que no será algo bonito, ni bueno, ni alegre. Y decirse que lo que importa es el ahora: construir, ahora, algo, a toda consta, con todas nuestras fuerzas. (…) Escalar paso a paso cada uno su propio Everest y hacerlo de manera que cada paso sea una pizca de eternidad. Para eso sirve el futuro: para construir el presente con verdaderos proyectos de seres vivos».

Ilustración: Poema Objeto Teo Sena.

Retales literarios: Rayuela (Julio Cortázar)

Quedémonos en esto que Ronald llama conmovedoramente la realidad, y que cree una sola. ¿Seguís creyendo que es una sola, Ronald?

 – Te concedo que mi manera de sentirla o de entenderla es diferente de la de Babs, y que la realidad de Babs difiere de la de Ossip y así sucesivamente. Pero es como las distintas opiniones sobre la Gioconda o sobre la ensalada de escarola. La realidad está ahí y nosotros en ella, entendiéndola a nuestra manera pero en ella.

 – Lo único que cuenta es eso de entenderla a nuestra manera- dijo Oliveira-. Vos creés que hay una realidad postulable porque vos y yo estamos hablando en este cuarto y en esta noche, y porque vos y yo sabemos que dentro de una hora o algo así va a suceder aquí una cosa determinada. Todo eso te da una gran seguridad ontológica, me parece; te sentís bien seguro en vos mismo, bien plantado en vos mismo y en esto que te rodea. Pero si al mismo tiempo pudieras asistir a esa realidad desde mi, o desde Babs, si te fuera dada una ubicuidad, entendés, y pudieras estar ahora mismo en esta misma pieza desde donde estoy yo y con todo lo que soy y lo que he sido yo, y con todo lo que es y lo que ha sido Babs, comprenderías tal vez que tu egocentrismo barato no te da ninguna realidad válida. Te da solamente una creencia fundada en el terror, una necesidad de afirmar lo que te rodea para no caerte del embudo y salir por el otro lado vaya a saber adónde.

 – Somos muy diferentes- dijo Ronald-, lo sé muy bien. Pero nos encontramos en algunos puntos exteriores a nosotros mismos. Vos y yo miramos esa lámpara, a lo mejor no vemos la misma cosa, pero tampoco podemos estar seguros de que no vemos la misma cosa. Hay una lámpara ahí, que diablos.

 – Se tiene la impresión- dijo Oliveira- de estar caminando sobre viejas huellas. Escolares nimios, rehacemos argumentos polvorientos y nada interesantes. Y todo eso, Ronald querido, porque hablamos dialécticamente. Decimos: vos, yo, la lámpara, la realidad. Da un paso atrás, por favor. Anímate, no cuesta tanto… las palabras desaparecen. Esa lámpara es un estímulo sensorial, nada más. Ahora da otro paso atrás. Lo que llamas tu vista y ese estímulo sensorial se vuelve una relación inexplicable, porque para explicarla habría que dar de nuevo un paso adelante y se iría todo al diablo.

 – Pero esos pasos atrás son como desandar el camino de la especie- protestó Gregorovius.

 – Si- dijo Oliveira-. Y ahí está el gran problema, saber si lo que llamás la especie ha caminado hacia delante o si, como le parecía a Klages, creo, en un momento dado agarró por una vía falsa.

 – Sin lenguaje no hay hombre. Sin historia no hay hombre.

 -Vos sos mucho más que tu inteligencia, es sabido,. Esta noche, por ejemplo, esto que nos está pasando ahora, aquí, es como uno de esos cuadros de Rembrandt donde apenas brilla un poco de luz en un rincón, y no es una luz física, no es eso que tranquilamente llamás y situás como lámpara, con sus vatios y sus bujías. Lo absurdo es creer que podemos aprehender la totalidad de lo que nos constituye en este momento, o en cualquier momento, e intuirlo como algo coherente, algo aceptable si querés. Cada vez que entramos en una crisis es el absurdo total, comprendé que la dialéctica sólo puede ordenar los armarios en los momentos de calma. Sabés muy bien que en el punto culminante de una crisis procedemos siempre por impulso, al revés de lo previsible, haciendo la barbaridad más inesperada. Y en ese momento precisamente se podía decir que había como una saturación de realidad, ¿no te parece? La realidad se precipita, se muestra con toda su fuerza, y justamente entonces nuestra única manera de enfrentarla consiste en renunciar a la dialéctica, es la hora en que le pegamos un tiro a un tipo, que saltamos por la borda, que nos tomamos un tubo de cardenal como Guy, que le soltamos la cadena al perro, piedra libre para cualquier cosa. La razón sólo nos sirve para disecar la realidad en calma, o analizar sus futuras tormentas, nunca para resolver una crisis instantánea. Pero esas crisis son como postraciones metafísicas, che, un estado que quizás, si no hubiéramos agarrado por la vía de la razón, sería el estado natural y corriente del pitecantropo erecto.

(…) Horacio no me ha convencido- dijo Ronald-. Estoy de acuerdo en que mucho de lo que me rodea es absurdo, pero probablemente demos ese nombre a lo que no comprendemos todavía. Ya se sabrá alguna vez.

Retales literarios: Los mandarines (Simone de Beauvoir)

Decididamente he bebido demasiado; yo no he creado el cielo ni la tierra, nadie me pide cuentas: ¿por qué me paso el tiempo ocupándome de los demás? Sería mucho mejor que me ocupara un poco de mi.

Ah, si me preguntan quién soy puedo mostrar mi fichero; para hacerme psicoanalista he tenido que hacerme psicoanalizar; me encontraron un complejo de Edipo bastante pronunciado que explicaba mi casamiento con un hombre veinte años mayor que yo, una marcada agresividad hacia mi madre, algunas tendencias homosexuales que se liquidaron correctamente. A mi educación católica debo un superyó bastante pronunciado: es la causa de mi puritanismo y de la deficiencia de mi narcisismo. La ambivalencia de mis sentimientos hacia mi hija proviene de mi enemistad hacia mi madre, de mi indiferencia hacia mi misma.

Mi historia es de las más clásicas, se ha plegado muy dócilmente a los marcos previstos. A los ojos de los católicos mi caso también es muy corriente: dejé de creer en Dios cuando descubrí las tentaciones de la sensualidad; mi casamiento con un librepensador terminó de perderme. Socialmente, Roberto y yo somos intelectuales de izquierdas. Nada de esto es totalmente inexacto. Heme aquí claramente catalogada, y aceptando que así sea, adaptada a mi marido, a mi oficio, a la vida; a la muerte, al mundo, a sus horrores. Soy yo, apenas yo, es decir, nadie.